lunes, 6 de julio de 2015

una figura poco clara

"Era antes de la cena. Bebimos vermut. Los que conocían personalmente a Rothenstein lo señalaban a quienes sólo lo conocían de nombre. Sin interrupción entraban por las puertas giratorias hombres que ambulaban lentamente en busca de mesas vacías u ocupadas por amigos. Uno de estos errabundos me interesó, porque yo estaba seguro de que pretendía llamar la atención de Rothenstein.  Había pasado dos veces ante nuestra mesa, con expresión vacilante; pero Rothenstein, sumido en lo más denso de una disquisición sobre Puvis de Chavannes, no lo vio. Era un individuo encorvado, de paso inseguro, más bien alto, muy pálido, con largos cabellos parduscos. Tenía una barba rala, o más bien una barbilla que se batía en retirada al abrigo de unos cuantos pelos arracimados y tímidamente rizados. Era un sujeto de extraña catadura; pero en el noventa, las apariciones raras eran más frecuentes, creo, que en la actualidad. Los jóvenes escritores de aquella época —y yo estaba seguro de que éste lo era— trataban de singularizarse por su aspecto. Mas los esfuerzos de este hombre habían sido infructuosos. Usaba un sombrero negro, blando, de corte clerical, pero de intención bohemia, y una capa impermeable de color gris que, acaso porque era impermeable, no llegaba a ser romántica. Arribé a la conclusión de que “borroso” era le mot juste para él. Yo había hecho mis primeras armas en la literatura y buscaba siempre fervorosamente le mot juste, ese Santo Grial de la época.

El hombre borroso se acercaba nuevamente a nuestra mesa, y esta vez resolvió detenerse.

—Usted no me recuerda —dijo con voz inexpresiva.  Rothenstein lo miró vivamente.

—Sí, lo recuerdo —repuso al cabo de un momento, con menos efusión que orgullo: orgullo de su memoria—. Edwin Soames.

—Enoch Soames —dijo Enoch.

—Enoch Soames —repitió Rothenstein, dando a entender por el tono de su voz que ya era bastante haber acertado con el apellido—. Nos encontramos dos o tres veces en París, cuando vivía usted allí.  En el Café Groche.

—Y una vez yo fui a su estudio.

—Oh, sí; lamenté haber estado ausente.
—¿Ausente? No. Me mostró algunos de sus cuadros, ¿recuerda? ... Tengo entendido que ahora reside en Chelsea.
—Sí.
Me extrañó que después de este monosílabo el señor Soames no siguiera de largo. Se quedó, pacientemente, como un animal obtuso, como un asno que mira por encima de una cerca. Triste figura la suya. Se me ocurrió que hambriento era quizá le mot juste para él. Pero, ¿hambriento de qué? No parecía apetecer gran cosa. Le tuve lástima. Y Rothenstein, aunque no lo invitara a Chelsea, le pidió que se sentara y bebiera algo. Una vez sentado, pareció más seguro de sí mismo. Echó atrás las alas de la capa con un gesto que —si la capa no hubiera sido impermeable— podía interpretarse como un desafío lanzado al mundo en general. Y pidió un ajenjo."

Enoch Soames - Max Beerbohm


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