viernes, 29 de abril de 2016

una cuestión de miradas

"En la casualidad de la calle - porque las calles son un lugar ideal para las casualidades que ofrece la vida moderna -, en una estrecha callejuela que desemboca en el paseo de Borne, se cruzó ese día Mayol con una mujer alta y de mediana edad, vestida de negro de los pies a cabeza, luto riguroso, hasta el paraguas era negro:  luto de antaño, luto de otros tiempos llevado por una transeúnte casual que cautivó a Mayol, que de pronto, como si estuviera viviendo una segunda adolescencia, se enamoró de ella.  Se cruzó con la mujer de luto y poco después la perdió de vista posiblemente para siempre, lo cual no fue un obstáculo para que Mayol se quedara enamorado de ella mientras reflexionaba de este modo. En ocasiones no es más que una cuestión de un instante, a veces el amor sólo exige el tiempo necesario para que una persona desconocida se cruce en nuestro camino y nos mire y nosotros al devolverle la mirada descubramos el sentido de la más profunda pasión."

El viaje vertical  - Enrique Vila-Matas




viernes, 22 de abril de 2016

las circunstancias del poder

"El poder de control que Ana ejercía en la casa de la señora Lehntman no era el mismo que había tenido antes que llegara el pequeño Johnny de Lily.  Esto no había sido para Ana una derrota.  No hubo una pelea a fondo, pero la señora Lehntman había ganado.
La señora Lehntman necesitaba de Ana tanto como Ana de ella, pero la señora Lehntman estaba más dispuesta a arriesgar la pérdida de Ana, y así el poder de control de la buena Ana fue debilitándose.
En la amistad, el poder siempre llega a una curva descendente. El poder que uno tiene para dirigir va creciendo hasta que llega un momento en que uno ya no gana, y aún cuando no haya perdido en realidad, desde el momento en que la victoria no es segura, el poder de uno deja de ser fuerte. Sólo en una relación tan íntima como el matrimonio puede esa influencia ascender y volverse cada vez más fuerte con el paso de los años, sin declinar nunca. Sólo sucede así cuando no hay manera de escapar.
La amistad se basa en el favor. Siempre hay peligro de una ruptura o de que un poder mayor se interponga.  La influencia solo sigue una marcha ascendente cuando ninguno de los dos puede zafarse."

Tres vidas - Gertrude Stein


viernes, 15 de abril de 2016

Walser o la estética del desconcierto

"Toda la obra de Walser, incluído su ambiguo silencio de veintiocho años, comenta la vanidad de toda empresa, la vanidad de la vida misma.  Tal vez por eso sólo deseaba ser un cero a la izquierda.  Alguien ha dicho que Walser es como un corredor de fondo que, a punto de alcanza la meta codiciada, se detiene sorprendido y mira a maestros y condiscípulos y abandona, es decir, que se queda en lo suyo, que es una estética del desconcierto.  A mí Walser me recuerda a Piquemal, un curioso sprinter, un ciclista de los años sesenta que era ciclotímico y a veces se olvidaba de terminar la carrera.
Robert Walser, amaba la vanidad, el fuego del verano y los botines femeninos, las casas iluminadas por el sol y las banderas ondeantes al viento. Pero la vanidad que él amaba nada tenía que ver con la ambición del éxito personal, sino con ese tipo de verdad que es una tierna exhibición de lo mínimo y lo fugaz.  No podía estar  Walser más lejos de los climas de altura, allí donde impera la fuerza y el prestigio :  "Y si alguna vez una ola me levantase y me llevase hacia lo alto, allí donde impera la fuerza y el prestigio, haría pedazos las circunstancias que me han favorecido y me arrojaría yo mismo abajo, a las ínfimas e insignificantes tinieblas. Sólo en las regiones inferiores consigo respirar."
Walser quería ser un cero a la izquierda y nada deseaba tanto como ser olvidado.  Era consciente de que todo escritor debe ser olvidado apenas ha cesado de escribir, porque esa página ya la ha perdido, se le ha ido literalmente volando, ha entrado ya en un contexto de situaciones y de sentimientos diferentes, responde a preguntas que otros hombres le hacen y que su autor no podía ni siquiera imaginar."

Bartleby y compañía - Enrique Vila-Matas


viernes, 8 de abril de 2016

libros vivos

Lo único abundante en casa eran los libros: había libros de pared a pared,
en el pasillo, en la cocina, en la entrada, en los alféizares de las ventanas, en
todas partes.  Miles de libros en cada rincón de la casa.  Se tenía la sensación
de que si las personas iban y venían, nacían y morían, los libros eran
inmortales.  Cuando era pequeño, quería crecer y ser libro. No escritor, sino
libro:  a las personas se las puede matar como a hormigas. Tampoco es difícil
matar a los escritores. Pero un libro, aunque se los elimine sistemáticamente,
tiene la posibilidad de que un ejemplar se salve y siga viviendo eterna y
silenciosamente en una estantería olvidada de cualquier biblioteca perdida de
Reykjavik, Valladolid o Vancouver.
Cuando tenía unos seis años, llegó un gran día para mí:  mi padre me hizo
un hueco en una de sus vitrinas y me permitió trasladar allí mis libros. (...) 
Abracé todos mis libros, que hasta entonces habían estado tendidos en una
banqueta junto a mi cama, los llevé en brazos a la vitrina de mi padre y los
puse de pie, como es debido, de espaldas al mundo exterior y de cara a la 
pared.  Fue toda una ceremonia de iniciación: una persona cuyos libros están
de pie ya no es un niño, sino un hombre.  Yo ya era como mi padre. Mis libros ya
estaban de pie.
Si alguna vez, como ocurrió en dos o tres ocasiones, no había suficiente dinero
para comprar lo necesario para el Shabbat,  mi madre miraba a mi padre, y mi padre
comprendía que había llegado el momento de elegir la víctima sacrificial y se acercaba a la
vitrina:  era una persona de principios y sabía que el pan era más importante que los libros
y que el bienestar del niño estaba por encima de todo. Recuerdo su espalda curvada al
dirigirse hacia la puerta con tres o cuatro libros queridos bajo el brazo, con el corazón
dolorido iba a la tienda del señor Meyer a vender algunos volúmenes tan preciados como
un pedazo de su propia carne.
  Mi  padre  tenía  una  relación  sensual  con  los libros.  Le  gustaba
escudriñarlos,  acariciarlos,  olerlos.  Le  excitaban los  libros,  no  podía
contenerse,  enseguida  les  metía  mano,  incluso  a  los libros  de  personas
desconocidas.  Es cierto que los libros de antes eran mucho más sensuales que los
de ahora:  tenían qué oler y qué acariciar y tocar.  Había libros con letras de
oro estampadas sobre las aromáticas pastas de piel, algo ásperas al tacto,
pero que hacían que te recorriera un  escalofrío  como  cuando se  toca  algo
íntimo  e  inaccesible  algo  que  se  estremece  y  tiembla  al  contacto 
de  tus dedos.  Y había libros que tenían tapas de cartón forradas de tela y pegadas
con una cola que tenía un olor asombrosamente sensual.  Cada libro tenía un
olor  propio,  secreto  y  excitante.  Algunas  veces  la tela  estaba  un  poco
separada del  cartón y  se  movía  como  una  falda  atrevida;  era  difícil  evitar
mirar por el espacio oscuro que había entre el cuerpo y la ropa y respirar allí
aromas de vértigo. 

 Una historia de amor y oscuridad - Amos Oz



viernes, 1 de abril de 2016

bajo una visión estándar

"No recuerdo nada de los primeros años de mi vida, solo cuando fui creciendo lo que era obvio para el resto me comenzó a  parecer obvio.  Había algo raro en mí, algo misterioso. La gente me trataba de una manera extraña a veces.
Qué raro.
Creía que mi mano se la había comido la Panchita, mi gata.
Qué raro.
Había algo malo en mí, lo sentía a veces, algo no estaba bien. Oía susurrar a mis padres cosas sobre mí que no entendía.  Los niños hablaban al oído con los adultos y luego me señalaban.
Era como si todos supieran un secreto.
Yo tenía algo que no se podía decir."

El cuaderno de Ana María - Ana María Haebig