Lo único abundante en casa eran los libros: había libros de pared a
pared,
en el pasillo, en la cocina, en la entrada, en los alféizares de las
ventanas, en
todas partes. Miles de libros en
cada rincón de la casa. Se tenía la
sensación
de que si las personas iban y venían, nacían y morían, los libros eran
inmortales. Cuando era pequeño,
quería crecer y ser libro. No escritor, sino
libro: a las personas se las
puede matar como a hormigas. Tampoco es difícil
matar a los escritores. Pero un libro, aunque se los elimine
sistemáticamente,
tiene la posibilidad de que un ejemplar se salve y siga viviendo eterna y
silenciosamente en una estantería olvidada de cualquier biblioteca
perdida de
Reykjavik, Valladolid o Vancouver.
Cuando tenía unos seis años, llegó un gran día para mí: mi padre me hizo
un hueco en una de sus vitrinas y me permitió trasladar allí mis libros.
(...)
Abracé todos mis libros, que hasta entonces habían estado tendidos en
una
banqueta junto a mi cama, los llevé en brazos a la vitrina de mi padre y
los
puse de pie, como es debido, de espaldas al mundo exterior y de cara a
la
pared. Fue toda una ceremonia de
iniciación: una persona cuyos libros están
de pie ya no es un niño, sino un hombre. Yo ya era como mi padre. Mis libros ya
estaban de pie.
Si alguna vez, como ocurrió en dos o tres ocasiones, no había suficiente
dinero
para comprar lo necesario para el Shabbat, mi madre miraba a mi padre, y mi padre
comprendía que había llegado el momento de elegir la víctima sacrificial
y se acercaba a la
vitrina: era una persona de
principios y sabía que el pan era más importante que los libros
y que el bienestar del niño estaba por encima de todo. Recuerdo su espalda
curvada al
dirigirse hacia la puerta con tres o cuatro libros queridos bajo el
brazo, con el corazón
dolorido iba a la tienda del señor Meyer a vender algunos volúmenes tan
preciados como
un pedazo de su propia carne.
Mi padre
tenía una relación
sensual con los libros.
Le gustaba
escudriñarlos, acariciarlos, olerlos.
Le excitaban los libros,
no podía
contenerse, enseguida les
metía mano, incluso
a los libros de
personas
desconocidas. Es cierto que los
libros de antes eran mucho más sensuales que los
de ahora: tenían qué oler y qué
acariciar y tocar. Había libros con
letras de
oro estampadas sobre las aromáticas pastas de piel, algo ásperas al
tacto,
pero que hacían que te recorriera un
escalofrío como cuando se
toca algo
íntimo e inaccesible
algo que se
estremece y tiembla
al contacto
de tus dedos. Y había libros que tenían tapas de cartón
forradas de tela y pegadas
con una cola que tenía un olor asombrosamente sensual. Cada libro tenía un
olor propio, secreto
y excitante. Algunas
veces la tela estaba
un poco
separada del cartón y se
movía como una
falda atrevida; era
difícil evitar
mirar por el espacio oscuro que había entre el cuerpo y la ropa y
respirar allí
aromas de vértigo.
Una historia de amor y oscuridad - Amos Oz
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