viernes, 8 de abril de 2016

libros vivos

Lo único abundante en casa eran los libros: había libros de pared a pared,
en el pasillo, en la cocina, en la entrada, en los alféizares de las ventanas, en
todas partes.  Miles de libros en cada rincón de la casa.  Se tenía la sensación
de que si las personas iban y venían, nacían y morían, los libros eran
inmortales.  Cuando era pequeño, quería crecer y ser libro. No escritor, sino
libro:  a las personas se las puede matar como a hormigas. Tampoco es difícil
matar a los escritores. Pero un libro, aunque se los elimine sistemáticamente,
tiene la posibilidad de que un ejemplar se salve y siga viviendo eterna y
silenciosamente en una estantería olvidada de cualquier biblioteca perdida de
Reykjavik, Valladolid o Vancouver.
Cuando tenía unos seis años, llegó un gran día para mí:  mi padre me hizo
un hueco en una de sus vitrinas y me permitió trasladar allí mis libros. (...) 
Abracé todos mis libros, que hasta entonces habían estado tendidos en una
banqueta junto a mi cama, los llevé en brazos a la vitrina de mi padre y los
puse de pie, como es debido, de espaldas al mundo exterior y de cara a la 
pared.  Fue toda una ceremonia de iniciación: una persona cuyos libros están
de pie ya no es un niño, sino un hombre.  Yo ya era como mi padre. Mis libros ya
estaban de pie.
Si alguna vez, como ocurrió en dos o tres ocasiones, no había suficiente dinero
para comprar lo necesario para el Shabbat,  mi madre miraba a mi padre, y mi padre
comprendía que había llegado el momento de elegir la víctima sacrificial y se acercaba a la
vitrina:  era una persona de principios y sabía que el pan era más importante que los libros
y que el bienestar del niño estaba por encima de todo. Recuerdo su espalda curvada al
dirigirse hacia la puerta con tres o cuatro libros queridos bajo el brazo, con el corazón
dolorido iba a la tienda del señor Meyer a vender algunos volúmenes tan preciados como
un pedazo de su propia carne.
  Mi  padre  tenía  una  relación  sensual  con  los libros.  Le  gustaba
escudriñarlos,  acariciarlos,  olerlos.  Le  excitaban los  libros,  no  podía
contenerse,  enseguida  les  metía  mano,  incluso  a  los libros  de  personas
desconocidas.  Es cierto que los libros de antes eran mucho más sensuales que los
de ahora:  tenían qué oler y qué acariciar y tocar.  Había libros con letras de
oro estampadas sobre las aromáticas pastas de piel, algo ásperas al tacto,
pero que hacían que te recorriera un  escalofrío  como  cuando se  toca  algo
íntimo  e  inaccesible  algo  que  se  estremece  y  tiembla  al  contacto 
de  tus dedos.  Y había libros que tenían tapas de cartón forradas de tela y pegadas
con una cola que tenía un olor asombrosamente sensual.  Cada libro tenía un
olor  propio,  secreto  y  excitante.  Algunas  veces  la tela  estaba  un  poco
separada del  cartón y  se  movía  como  una  falda  atrevida;  era  difícil  evitar
mirar por el espacio oscuro que había entre el cuerpo y la ropa y respirar allí
aromas de vértigo. 

 Una historia de amor y oscuridad - Amos Oz



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