viernes, 29 de julio de 2016

Newton: un sabio creyente

"-Es verdad que sus fotos son muy bonitas.
-Sí, el universo es muy bello y, sobre todo, su gigantismo es asombroso. Cientos de miles de galaxias, compuestas cada una de cientos de miles de estrellas, algunas de las cuales se hallan a miles de años luz, cientos de miles de kilómetros cuadrados. Y, a la escala del millón de años luz, empieza a constituirse un orden:  los amasijos galácticos se distribuyen hasta formar un gráfico laberíntico. Exponga esos hechos científicos a cien personas elegidas al azar por la calle, ¿cuántas tendrán el valor de sostener que todo eso se ha creado por casualidad? Más aún puesto que el universo es relativamente joven, quince millones de años como mucho. Es el célebre argumento del mono mecanógrafo:  ¿cuánto tiempo le llevaría a un chimpancé, tecleando al azar el teclado de una máquina, para reescribir la obra de Shakespeare? ¿cuánto tiempo necesitaría un azar ciego para reconstruir el universo? ¡seguro que más de quince millones de años? Y no sólo es el punto de vista del ciudadano de a pie, también es el de los grandes científicos; seguramente no ha habido mente más brillante en la historia de la humanidad que la de Isaac Newton:  ¡piense en ese extraordinario esfuerzo intelectual, inusitado, que consistió en unir en una misma ley la caída de los cuerpos terrestres y el movimiento de los planetas! Y Newton creía en Dios, era firmemente creyente, hasta el punto que consagró los últimos años de su vida a estudios de exégesis bíblica, el único texto sagrado que le era realmente accesible. Einstein tampoco era ateo, aunque la naturaleza exacta de su creencia sea más difícil de definir; pero cuando le objeta a Bohr que "Dios no juega a los dados" no está bromeando, le parece inconcebible que las leyes del universo están gobernadas por el azar. El argumento de "Dios relojero", que Voltaire juzgaba irrefutable, sigue siendo tan sólido como en el siglo XVIII, incluso ha ganado en pertinencia a medida que la ciencia teje vínculos cada vez más estrechos entre la astrofísica y la mecánica de partículas. ¿No es en el fondo un poco ridículo ver a esa criatura enclenque, que vive en un planeta anónimo de un brazo periférico de una galaxia ordinaria alzarse sobre sus patitas para proclamar "Dios no existe" "

Sumisión - Michel Houellebecq


viernes, 22 de julio de 2016

discordante en armonía

"Llamó mi atención un chino de unos sesenta años que desentonaba con sus compatriotas, uniformemente vestidos con camisas de manga corta; él llevaba el atuendo tradicional: un traje de satén azul marino con botones laterales largo hasta los pies que, en esa época del año, le daba un aire absurdo pero conmovedor.  Fue el único que se inclinó para saludar a los anfitriones de la reunión, pero sin servilismo; de vez en cuando levantaba una de sus elegantes manos y, con un gesto de una lentitud anticuada, se acariciaba la larga barba blanca, que el aire del ventilador del techo hacía oscilar ligeramente. Parecía que el tiempo se hubiera detenido en él, que encarnaba por sí solo una época en su conjunto, un universo aparte.  Cuando pronunció las dos sílabas de su nombre, me sorprendieron por su sencillez y familiaridad, que en mi mente se asociaban a....Busqué y busqué, mientras escrutaba su rostro, pero fue inútil:  el recuerdo siguió oculto en algún pliegue de mi memoria, embotada por el nerviosismo de hallarme ante mi primera experiencia profesional. Cuando traduje el sobrenombre que le daban sus colegas chinos, Diccionario Viviente de la Ciudad Prohibida, el representante del director se echó a reír y, en tono condescendiente, prometió contratar  a aquel "señor" como figurante, o incluso ofrecerle un pequeño papel.  Los otros chinos se indignaron, pero él no. Se oía el zumbido de los mosquitos que el viento artificial del ventilador hacía danzar en las franjas de luz que penetraban en la sala.  Al otro lado de la pared, el sonido de un violín, una sonata o un concierto de Mendelssohon, suave y un tanto melifluo, servía de música de fondo a la reunión.

Una noche sin luna - Dai Sijie



viernes, 8 de julio de 2016

rituales de vida y muerte


 "Ahora, cincuenta años después de su muerte, me parece oír su voz diciendo esas palabras, o algunas parecidas, qué tensa mezcla de lucidez, escepticismo, sarcasmo agudo y sutil y eterna tristeza.
     Por aquellos años ya la corroía algo. Una cierta lentitud, comenzó a notarse en sus movimientos, o más que lentitud, algo parecido a una ligera dispersión. Dejó de dar clases particulares de literatura e historia. A veces, por una cantidad miserable, se comprometía a corregir el lenguaje y el estilo y a preparar para la imprenta un artículo científico que algún profesor  del barrio de Rehavia había escrito en un hebreo salpicado de alemán. Seguía haciendo sola cada día, con eficacia y habilidad, todas las tareas domésticas : hasta el mediodía cocinaba, freía y horneaba, compraba, cortaba, mezclaba, secaba, limpiaba, frotaba, hacía la colada, tendía, planchaba y doblaba hasta que toda la casa resplandecía, y por la tarde se sentaba en su silla y leía… "

Una historia de amor y oscuridad - Amos Oz


viernes, 1 de julio de 2016

¿todo tiempo pasado fue mejor?

Los descubrí al fondo de la biblioteca, sin buscarlos: veintiocho volúmenes en cuerpo grande, encuadernados en piel de color castaño claro desvaída por el tiempo, maltratada por dos siglos y medio de uso. No sabía que estaban allí —buscaba otra cosa y había estado curioseando en los estantes—, y me sorprendió leer en su lomo: Se trataba de la primera edición. La que empezó a salir de la imprenta en 1751 y cuyo último volumen Encyclopédie, ou dictionnaire raisonné.  vio la luz en 1772. Yo conocía la obra, por supuesto. Al menos, razonablemente. Hasta había estado a punto de comprársela a mi amigo el librero anticuario Luis Bardón cinco años atrás, quien me la ofreció en caso de que otro cliente que la tenía apalabrada se echara atrás. Para mi desgracia —o fortuna, porque era muy cara—, el cliente había cumplido. Era Pedro J. Ramírez, entonces director del diario El Mundo. Una noche, cenando en su casa, la vi orgullosamente expuesta en su biblioteca. El propietario conocía mi episodio con Bardón y bromeamos sobre ello. «Más suerte la próxima vez», me dijo. Pero no hubo una próxima vez. Es una obra rara en el mercado del libro antiguo. Muy difícil de conseguir completa.

El caso es que allí estaba esa mañana, en la biblioteca de la Real Academia Española —ocupo el sillón de la letra T desde hace doce años—, parado frente a la obra que compendiaba la mayor aventura intelectual del siglo XVIII: el triunfo de la razón y el progreso sobre las fuerzas oscuras del mundo entonces conocido. Una exposición sistemática en 72.000 artículos, 16.500 páginas y 17 millones de palabras que contenía las ideas más revolucionarias de su tiempo, que llegó a ser condenada por la Iglesia católica y cuyos autores y editores se vieron amenazados con la prisión y la muerte. Me pregunté cómo esa obra, que durante tanto tiempo había estado en el Índice de libros prohibidos, había llegado hasta allí. Cuándo y de qué manera. Los rayos de sol, que al penetrar por las ventanas de la biblioteca formaban grandes rectángulos luminosos en el suelo, creaban una atmósfera casi velazqueña en la que relucían los añejos lomos dorados de los veintiocho volúmenes en sus estantes.

Arturo Pérez Reverte -  Hombres buenos