viernes, 1 de julio de 2016

¿todo tiempo pasado fue mejor?

Los descubrí al fondo de la biblioteca, sin buscarlos: veintiocho volúmenes en cuerpo grande, encuadernados en piel de color castaño claro desvaída por el tiempo, maltratada por dos siglos y medio de uso. No sabía que estaban allí —buscaba otra cosa y había estado curioseando en los estantes—, y me sorprendió leer en su lomo: Se trataba de la primera edición. La que empezó a salir de la imprenta en 1751 y cuyo último volumen Encyclopédie, ou dictionnaire raisonné.  vio la luz en 1772. Yo conocía la obra, por supuesto. Al menos, razonablemente. Hasta había estado a punto de comprársela a mi amigo el librero anticuario Luis Bardón cinco años atrás, quien me la ofreció en caso de que otro cliente que la tenía apalabrada se echara atrás. Para mi desgracia —o fortuna, porque era muy cara—, el cliente había cumplido. Era Pedro J. Ramírez, entonces director del diario El Mundo. Una noche, cenando en su casa, la vi orgullosamente expuesta en su biblioteca. El propietario conocía mi episodio con Bardón y bromeamos sobre ello. «Más suerte la próxima vez», me dijo. Pero no hubo una próxima vez. Es una obra rara en el mercado del libro antiguo. Muy difícil de conseguir completa.

El caso es que allí estaba esa mañana, en la biblioteca de la Real Academia Española —ocupo el sillón de la letra T desde hace doce años—, parado frente a la obra que compendiaba la mayor aventura intelectual del siglo XVIII: el triunfo de la razón y el progreso sobre las fuerzas oscuras del mundo entonces conocido. Una exposición sistemática en 72.000 artículos, 16.500 páginas y 17 millones de palabras que contenía las ideas más revolucionarias de su tiempo, que llegó a ser condenada por la Iglesia católica y cuyos autores y editores se vieron amenazados con la prisión y la muerte. Me pregunté cómo esa obra, que durante tanto tiempo había estado en el Índice de libros prohibidos, había llegado hasta allí. Cuándo y de qué manera. Los rayos de sol, que al penetrar por las ventanas de la biblioteca formaban grandes rectángulos luminosos en el suelo, creaban una atmósfera casi velazqueña en la que relucían los añejos lomos dorados de los veintiocho volúmenes en sus estantes.

Arturo Pérez Reverte -  Hombres buenos



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