"El estilo indio era disolverse en el paisaje, no sobresalir en él. Los poblados hopis que se alzaban en lo alto de las mesas rocosas estaban hechos para que parecieran como la misma roca, imperceptibles en la distancia. Las cabañas de los navajos, entre arena y sauces, se hacían con arena y sauces. Ningún pueblo indio admitía en aquella época ventanas de cristales en sus viviendas. El reflejo del sol en el vidrio les resultaba feo, antinatural, hasta peligroso. Además, a aquellos indios les disgustaban los cambios y novedades. Iban y venían por los viejos senderos trazados en la roca por los pies de sus padres, usaban la vieja escalera natural de piedra para trepar hasta sus poblados en la cima de las mesas, acarreaban el agua de las mismas fuentes de siempre, después incluso de que los blancos hubieran abierto pozos.
Los indios tenían una paciencia inagotable para el repujado de la plata o la talla de turquesas, prodigaban destreza y afanes en sus mantas, cinturones y trajes de ceremonia. Pero su idea de decoración no se extendía al paisaje. No parecían compartir el deseo europeo de "amaestrar" la naturaleza, organizarla y recrearla. Empleaban de modo distinto su ingenio: eran ellos los que se acomodaban al escenario. Y no era tanto por indolencia, pensó el obispo, como por una cautela y respeto heredados. Era como si aquel inmenso territorio estuviese dormido y ellos desearan vivir la vida sin despertarlo, o como si los espíritus de la tierra, el aire y el agua fueran algo que no había que provocar ni turbar. Cuando cazaban, lo hacían con esa misma discreción: una cacería india nunca era una matanza. No asolaban los bosques ni ríos y, si regaban, utilizaban sólo el agua necesaria. Trataban con respeto el paisaje y todo lo que contenía: como no intentaban mejorarlo, nunca lo profanaban."
La muerte llama al arzobispo - Willa Cather
" Ninguna aventura de la imaginación tiene más valor literario que el más insignificante episodio de la vida cotidiana" Gabriel García Márquez
Mostrando las entradas con la etiqueta Cather Willa. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Cather Willa. Mostrar todas las entradas
viernes, 25 de septiembre de 2015
cuando se ama la tierra
viernes, 11 de septiembre de 2015
la candidez de los adultos
"- ¿Y puede ser éste mi obispo, tan joven? - preguntó.
Entraron en la casa cural por un jardín cercado por una tapia, detrás de la iglesia, lleno de cactos cultivados, muy distintos y de buen tamaño (al parecer le gustaban mucho al padre), entre los que colgaban jaulas hechas con ramitas de sauce, todas llenas de loros. Habían incluso algunos que andaban sueltos por los senderos de arena, con un ala sujeta para que no escaparan. El padre Jesús explicó que sus indios tenían en gran estima las plumas del loro porque adornaban con ellas los trajes de ceremonia, y hacía mucho que había descubierto que podía complacer a sus parroquianos con la cría de aquellos pájaros.
La casa del sacerdote era blanca por dentro y por fuera como todas las de Isleta, y estaba casi tan desnuda como una vivienda india. El anciano era pobre y con demasiado buen corazón para sacarle a la gente unos pesos. Una muchacha india le preparaba alubias y las gachas de maíz: poco más necesitaba. Cuando el obispo comentó que todo en el pueblo aparecía limpio, hasta las calles, el padre le contó que cerca de Isleta había una colina de cierto mineral blanco, que los indios molían y usaban para enjalbegar. Lo hacían de tiempos inmemoriales, y el pueblo siempre fue conocido por su blancura. Una breve conversación bastó para revelar que el padre Jesús era de una candidez casi infantil y muy superticioso. Pero con un corazón de oro. En el ojo derecho tenía una catarata y ladeaba la cabeza como si tratara de sortearla. Todos sus movimientos eran hacia la izquierda, como si al andar estuviera evitando algún obstáculo.
El entrar en la casa desde el jardín lleno de loros, el padre Latour encontró gracioso que el único adorno de la sala, pobre y desnuda, fuera un loro de madera, encaramado en una percha y colgado de una viga. Mientras en la cocina el padre Jesús daba instrucciones a la muchacha india, el obispo cogió el loro de la percha para examinarlo. Estaba tallado de una sola pieza con el tamaño exacto de un pájaro de verdad, rígido el cuerpo y la cola, la cabeza un poco ladeada. Las alas, la cola y las plumas del cuello aparecían apenas insinuadas y escasas trazas de color. Le sorprendió lo poco que pesaba; tenía la blancura y la suavidad atorciopelada de la madera muy vieja. Aunque poco acabado, sugeridas apenas las formas, extrañaba su apariencia de vida: era como un prototipo de los loros en madera.
El padre sonrió al ver al obispo con el pájaro.
-¡Veo que ha dado con mi tesoro! Quizás sea eso, Ilustrísimo, lo más viejo que hay por aquí...más viejo que el propio pueblo.
El loro, dijo el padre Jesús, siempre había sido para estos indios símbolo de lo deseable y maravilloso. En tiempos antiguos sus plumas fueron más preciadas que las turquesas y los collares de conchas. Antes incluso de las llegada de los españoles, los pueblos del norte de Méjico enviaban al trópico, por rutas difíciles y peligrosas, expedicionarios que luego traían a cuestas fardos con plumas de loro. Para comprarlas, llevaban bolsas llenas de turquesas de los Cerrillos, unas colinas cerca de Santa Fe. Sólo muy de vez en cuando lograban volver con un pájaro vivo, y entonces se le rendían honores divinos y su muerte sumía al pueblo en la más honda tristeza. Hasta los huesos conservaban con devoción. Había en Isleta un cráneo de loro muy antiguo. El loro de madera se lo había comprado el padre a un anciano que le debía muchos favores y que estaba a punto de morir sin descendencia."
La muerte llama al arzobispo - Willa Cather
Entraron en la casa cural por un jardín cercado por una tapia, detrás de la iglesia, lleno de cactos cultivados, muy distintos y de buen tamaño (al parecer le gustaban mucho al padre), entre los que colgaban jaulas hechas con ramitas de sauce, todas llenas de loros. Habían incluso algunos que andaban sueltos por los senderos de arena, con un ala sujeta para que no escaparan. El padre Jesús explicó que sus indios tenían en gran estima las plumas del loro porque adornaban con ellas los trajes de ceremonia, y hacía mucho que había descubierto que podía complacer a sus parroquianos con la cría de aquellos pájaros.
La casa del sacerdote era blanca por dentro y por fuera como todas las de Isleta, y estaba casi tan desnuda como una vivienda india. El anciano era pobre y con demasiado buen corazón para sacarle a la gente unos pesos. Una muchacha india le preparaba alubias y las gachas de maíz: poco más necesitaba. Cuando el obispo comentó que todo en el pueblo aparecía limpio, hasta las calles, el padre le contó que cerca de Isleta había una colina de cierto mineral blanco, que los indios molían y usaban para enjalbegar. Lo hacían de tiempos inmemoriales, y el pueblo siempre fue conocido por su blancura. Una breve conversación bastó para revelar que el padre Jesús era de una candidez casi infantil y muy superticioso. Pero con un corazón de oro. En el ojo derecho tenía una catarata y ladeaba la cabeza como si tratara de sortearla. Todos sus movimientos eran hacia la izquierda, como si al andar estuviera evitando algún obstáculo.
El entrar en la casa desde el jardín lleno de loros, el padre Latour encontró gracioso que el único adorno de la sala, pobre y desnuda, fuera un loro de madera, encaramado en una percha y colgado de una viga. Mientras en la cocina el padre Jesús daba instrucciones a la muchacha india, el obispo cogió el loro de la percha para examinarlo. Estaba tallado de una sola pieza con el tamaño exacto de un pájaro de verdad, rígido el cuerpo y la cola, la cabeza un poco ladeada. Las alas, la cola y las plumas del cuello aparecían apenas insinuadas y escasas trazas de color. Le sorprendió lo poco que pesaba; tenía la blancura y la suavidad atorciopelada de la madera muy vieja. Aunque poco acabado, sugeridas apenas las formas, extrañaba su apariencia de vida: era como un prototipo de los loros en madera.
El padre sonrió al ver al obispo con el pájaro.
-¡Veo que ha dado con mi tesoro! Quizás sea eso, Ilustrísimo, lo más viejo que hay por aquí...más viejo que el propio pueblo.
El loro, dijo el padre Jesús, siempre había sido para estos indios símbolo de lo deseable y maravilloso. En tiempos antiguos sus plumas fueron más preciadas que las turquesas y los collares de conchas. Antes incluso de las llegada de los españoles, los pueblos del norte de Méjico enviaban al trópico, por rutas difíciles y peligrosas, expedicionarios que luego traían a cuestas fardos con plumas de loro. Para comprarlas, llevaban bolsas llenas de turquesas de los Cerrillos, unas colinas cerca de Santa Fe. Sólo muy de vez en cuando lograban volver con un pájaro vivo, y entonces se le rendían honores divinos y su muerte sumía al pueblo en la más honda tristeza. Hasta los huesos conservaban con devoción. Había en Isleta un cráneo de loro muy antiguo. El loro de madera se lo había comprado el padre a un anciano que le debía muchos favores y que estaba a punto de morir sin descendencia."
La muerte llama al arzobispo - Willa Cather
Suscribirse a:
Entradas (Atom)