Mostrando las entradas con la etiqueta Márai Sándor. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Márai Sándor. Mostrar todas las entradas

jueves, 24 de julio de 2014

las variables de la culpa

"Kristóf Kömives despreciaba el nerviosismo, lo consideraba en cierto modo algo inmoral. No era muy consciente de su desprecio, pero en el fondo, de una manera indefinida y oscura, consideraba que una persona honrada y virtuosa no puede ponerse nerviosa  - con la excepción, claro está, de los enfermos que han desarrollado o heredado tal nerviosismo- , y pensaba que era una excusa despreciable, una defensa barata y superficial, propia de la época, para eludir con facilidad cualquier responsabilidad.
Una persona puede estar sana o enferma, pero en ningún caso puede estar nerviosa: ésta era su opinión, y la expresaba incluso desde su puesto de juez. El mundo entero le parecía nervioso, quejumbroso e irresponsable, incapaz, entre lamentos y objeciones, de frenar sus deseos. Sentía un enorme desprecio por los matrimonios "modernos" que se dejaban llevar por los nervios, consideraba que los esposos corrían con demasiada facilidad a presentarse ante el juez para que los separase. Despreciaba profundamente a esos "pecadores nerviosos" que alegaban en su defensa traumas de la infancia y la juventud, y juraban que habían actuado en contra de su voluntad, forzados al pecado por inclinaciones e impulsos irrefrenables.
Krisóf Kömives no creía en los impulsos irrefrenables: la vida es un deber, un deber ineludible; por supuesto, es un deber penoso y complejo, un deber que en ocasiones debe afrontarse con abnegación. Tal era su convencimiento. Podía experimentar pena por la gente, pero era incapaz de absolver a nadie. Creía en la fuerza de la voluntad. La voluntad es todo, solía afirmar, la voluntad y la obediencia asumidas de forma espontánea con un nombre más suave: humildad."

Divorcio en Buda - Sándor Márai


sábado, 27 de julio de 2013

una cuestión de palabras


 "De todas formas, no sintieron necesidad alguna de hablar. Se quedaron largo rato sentados, inmóviles; Askenasi recordaría más tarde que en la habitación contigua oía entrechocar platos - estaban poniendo la mesa, o quitándola después del desayuno- , percibió también la voz de su hija cuchicheando con la criada.  Pensó que no sólo Anna sino también su hijita, la criada y el mundo entero sabían -sin palabras ni explicaciones- lo que había ocurrido, que todo el mundo estaba ya al tanto de que Viktor Henrik Askenasi le había sucedido, a la edad de cuarenta y siete años, algo tan inexplicable e irreversible como si el día anterior lo hubiera atropellado un tranvía o le hubieran diagnosticado un cáncer mortal; ya nadie podía hacer nada, había que mantener la calma y la disciplina, y aguardar hasta el desenlace final.  En realidad le hubiera gustado iniciar una conversación amigable con Anna, compartir con ella aquella experiencia, al igual que lo habían compartido todo en la vida; le pareció imposible que ella no se sintiera feliz de que su marido, por fin, le hubiera sucedido algo singular, excepcional y extraordinario.  Pero no lograba dar con las palabras adecuadas para comunicarle la magnífica noticia. Aunque conocía las palabras hasta sus raíces más profundas y era capaz de seguir el rastro de las etimologías más oscuras, aunque trabajaba con las palabras como un albañil con los ladrillos, ahora le parecían instrumentos chapuceros, burdos e inútiles, hechos de una materia cruda y extraña"

La extraña  - Sándor Márai