sábado, 27 de febrero de 2016

cada cosa a su tiempo

"Si cada uno de los instantes de nuestra vida se va a repetir infinitas veces, estamos clavados a la eternidad como Jesucristo a la cruz. La imagen es terrible. En el mundo del eterno retorno descansa sobre cada gesto el peso de una insoportable responsabilidad. Ese el el motivo por el cual Nietzsche llamó a la idea del eterno retorno la carga más pesada (das schwerste Gewicht). Pero si el eterno retorno es la carga más pesada, entonces nuestras vidas pueden aparecer, sobre ese telón de fondo, en toda su maravillosa levedad.
¿Pero es de verdad terrible el peso y maravillosa la levedad?
La carga más pesada nos destroza, somos derribados por ella, nos aplasta contra la tierra. Pero en la poesía amatoria de todas las épocas la mujer desea cargar con el peso del cuerpo del hombre. La carga más pesada es por lo tanto, la imagen de la más intensa plenitud de la vida. Cuanto más pesada sea la carga, más a ras de tierra estará nuestra vida, más real y verdadera será.
Por el contrario, la ausencia absoluta de carga hace que el hombre se vuelva más ligero que el aire, vuele hacia lo alto, se distancie de la tierra, de su ser terreno, que sea real sólo a medias y sus movimientos sean tan libres como insignificantes.
Entonces ¿qué hemos de elegir? ¿El peso o la levedad?
Este fue el interrogante que se planteó Parménides en el siglo sexto antes de Cristo. A su juicio todo el mundo estaba dividido en principios contradictorios:  luz-oscuridad, sutil-tosco, calor-frío, ser-no ser. Uno de los polos de la contradicción era, según él, positivo (la luz, el calor, lo fino, el ser), y el otro negativo. Semejante división entre polos positivos y negativos puede parecernos puerilmente simple. Con una excepción: ¿qué es lo positivo, el peso o la levedad?
Parménides respondió: la levedad es positiva, el peso es negativo.
¿Tenía razón o no? Es una incógnita. Sólo una cosa es segura:   la contradicción entre peso y levedad es la más misteriosa y equívoca de todas las contradicciones."

La insoportable levedad del ser - Milan Kundera






viernes, 19 de febrero de 2016

certezas

"Encontré respeto cuando me volví independiente, dejé de aferrarme. Conseguí que mi propia felicidad no dependiera desesperadamente de los demás.
Se desvanecieron las esperanzas y exigenciasa en la conducta de los demás para alcanzar mi propia seguridad. No totalmente. Pero, nunca volví al estado anterior.
El dolor se convirtió -si se quiere- en alegría.
Creo que ciertas experiencias son ahora menos frecuentes, pero llevo una vida más armoniosa.
Así es como funciona para mí.
Creo que esa felicidad abrumadora, cuando todo el mundo está lleno de fragancia y el sol brilla y uno se siente casi inconsciente por efecto de la emoción, me sobreviene con menos frecuencia.
Pero existe. Siempre tendré conciencia de que existe. Sin embargo, no me preocupa  que no forme parte de mi vida cotidiana.
Ya no creo en un estado permanente de felicidad. ¿Cómo puede medirse la felicidad?
Yo creo que es bueno reconocer el sentido del momento y saber aceptarlo como un regalo.
Doy a luz a un niño por primera vez. Este suceso de proporciones ilimitadas no se repetirá, pero engrandece todo lo que llegaré a sentir más tarde.
Me siento a la luz de una vela y creo que nunca hubiera percibido su llama temblorosa como lo hago ahora si no hubiera visto a Linn venir al mundo.
Abandoné Farö y mis raíces no pudieron aferrarse a la tierra, pero están plantadas para siempre en las experiencias que me aportó la isla.
La felicidad no  es el único don. Creo que acepto eso.
Yo creo que éste es el cambio más importante que he experimentado."

Senderos - Liv Ullman



viernes, 12 de febrero de 2016

amor joven

"Cierta primavera, una repentina e inesperada riada soltó los hielos del río Berounka antes que las de otros ríos, y cerca del pueblo de Modrany se creó una enorme barrera de hielo que amenazaba con una inundación.  Tuvieron que acudir los soldados y partir a tiros los témpanos de hielo amontonados. Las detonaciones se sentían hasta en Praga y los puentes estaban repletos de gente.
Yo también miraba desde un puente, lleno de curiosidad, la desierta pista de hielo donde precisamente aquel invierno iba a patinar casi a diario. A veces incluso con una encantadora muchacha, que llevaba un precioso peinado pero ya un poco pasado de moda. Dos moñitos color avellana sobre las orejitas. Se entregó a mí y a mi dudoso arte de patinar y cogidos de la mano circulábamos por la espaciosa pista.  Estaba limitada por la nieve barrida,  y en las esquinas había unos frescos árboles de Navidad, adornados con cintas de papel coloreado.
Sobre el largo banco en que atábamos los patines o nos calzábamos los zapatos con patines había también un viejo tocadiscos, con una enorme trompeta azul celeste.  Al lado estaba una barraca, en la que cobraban una entrada mínima y preparaban el té.
Al cabo de un momento, después de las detonaciones, llegaron las primeras olas y, con un tremendo estampido, se rompió la placa de hielo sobre la superficie.  Fue un espectáculo fascinante. Los abetos cayeron a la corriente y los témpanos de hielo, que jugaban flotando, a veces los sujetaban y los ponían de pie con sus cantos, llevándoselos luego a toda prisa. Pero también se llevaban todo lo demás. Incluso la alegría de los momentos fugaces en que se sentía muy dentro la proximidad de una chica bonita y el placer de circular con elegancia; al menos, eso me parecía a mí. [...] Con el hielo flotante se me escapaba también la jovencita, y en el preciso momento en que ya estaba a punto de enamorarme de ella. Después de una larga vacilación, me reveló su nombre. Confesó que vivía en el barrio de Hradcany, pero no me dijo dónde. Manifestó de paso que estudiaba en el instituto, pero no me dijo cuál. Me permitió acompañarla al barrio de Klarov. Allí se subió a un tranvía, me sonrió dulcemente, y no la vi hasta al cabo de unos días, cuando la descubrí, feliz, entre la muchedumbre de gente que patinaba en el hielo. Tenía miedo de su estricta madre, que la cuidaba como oro en paño y que seguramente le tenía prohibido patinar, y le asustó la idea irreflexiva de esperarla delante de su casa. [...] Es verdad que lo de patinar no era mi fuerte, pero en cambio sabía hablar bien. Y por eso no dudaba que lograría convencer a la chica. Como ya he revelado la primavera se me anticipó.
La muchacha se marchó flotando con las aguas primaverales. ¡Lástima! Así que sólo me quedaron los recuerdos de cómo me arrodillaba a sus pies y le abrochaba torpemente las botas altas, lamentando que las botas de patinar no fueran más altas todavía.
Tuve la suerte de, puesto de rodillas, entrever bajo su falda plisada, allí donde acababa la media, un pequeño círculo de su desnudez que involuntariamente dejaba descubierta la orla de su media, un poco arrugada. Aquél era el único premio por mis servicios y por las bellas palabras que susurraba entre aquellos dos moñitos.
Cuando al atardecer ya había llevado a la chica al banco, se me aparecía en la oscuridad el círculo luminoso que en el cielo del cuerpo de la muchacha me hacía pensar en la luna creciente."

Toda la belleza del mundo - Jaroslav Seifert


viernes, 5 de febrero de 2016

argucia femenina

"Una noche, bastante más tarde de las doce, me despertó la voz de Mr. Yunioshi, que gritaba por el hueco de la escalera. Como él vivía en el último piso, su voz bajaba por toda la casa, exasperada y severa.
- ¡Miss Golightly! ¡Tengo que presentarle mis quejas!
La voz  que regresó, emergiendo desde el fondo de la escalera, era juvenil y guasona.
- ¡Ay, chico, no sabe cuánto lo siento! He vuelto a perder la maldita llave.
- No debe seguir llamando a mi timbre. Por favor, se lo pido por favor, encargue una llave nueva.
- Es que las pierdo todas.
-Yo trabajo. Tengo que dormir. -gritó Mr Yunioshi -, Y usted siempre está llamando a mi timbre...
-Oh, pero no se enfade, buen hombre, que no volveré a hacerlo. Y si me promete que no se va a enfadar -su voz se iba acercando a medida que subía la escalera-, dejaré que me haga esas fotos de las que hablamos.
En ese momento ya me había levantado de la cama y abierto la puerta un centímetro. Pude oír el silencio de Mr. Yunioshi: oírlo porque estaba acompañado por un audible cambio de respiración.
-¿Cuándo? - dijo por fin.
La chica se puso a reír.
-Algún día- contestó la chica, arrastrando las palabras.
Salí al rellano y me asomé a la barandilla, lo suficiente para ver sin ser visto. Ella seguía subiendo la escalera, llegó a su piso, y la luz del rellano iluminó la mescolanza de colores de su pelo cortado a lo chico, con franjas leonadas, mechas de rubio albino y rubio amarillo. Era una noche calurosa, casi de verano, y Holly llevaba un fresco vestido negro, sandalias negras, collar de perlas. Pese a su distinguida delgadez, tenía un aspecto casi tan saludable como un anuncio de cereales para el desayuno, una pulcritud de jabón al limón, una pueblerina intensificación de rosa en las mejillas. Tenía la boca grande, la nariz respingosa. Era una cara que ya había dejado atrás la infancia, pero que aún no era de mujer. Pensé que podría tener entre dieciséis y treinta años; resultó finalmente que le faltaban dos tímidos meses para cumplir los diecinueve."

Desayuno en Tiffany´s - Truman Capote