"Cierta primavera, una repentina e inesperada riada soltó los hielos
del río Berounka antes que las de otros ríos, y cerca del pueblo de
Modrany se creó una enorme barrera de hielo que amenazaba con una
inundación. Tuvieron que acudir los soldados y partir a tiros los
témpanos de hielo amontonados. Las detonaciones se sentían hasta en
Praga y los puentes estaban repletos de gente.
Yo también miraba
desde un puente, lleno de curiosidad, la desierta pista de hielo donde
precisamente aquel invierno iba a patinar casi a diario. A veces incluso
con una encantadora muchacha, que llevaba un precioso peinado pero ya
un poco pasado de moda. Dos moñitos color avellana sobre las orejitas.
Se entregó a mí y a mi dudoso arte de patinar y cogidos de la mano
circulábamos por la espaciosa pista. Estaba limitada por la nieve
barrida, y en las esquinas había unos frescos árboles de Navidad,
adornados con cintas de papel coloreado.
Sobre el largo banco en
que atábamos los patines o nos calzábamos los zapatos con patines había
también un viejo tocadiscos, con una enorme trompeta azul celeste. Al
lado estaba una barraca, en la que cobraban una entrada mínima y
preparaban el té.
Al cabo de un momento, después de las
detonaciones, llegaron las primeras olas y, con un tremendo estampido,
se rompió la placa de hielo sobre la superficie. Fue un espectáculo
fascinante. Los abetos cayeron a la corriente y los témpanos de hielo,
que jugaban flotando, a veces los sujetaban y los ponían de pie con sus
cantos, llevándoselos luego a toda prisa. Pero también se llevaban todo
lo demás. Incluso la alegría de los momentos fugaces en que se sentía
muy dentro la proximidad de una chica bonita y el placer de circular con
elegancia; al menos, eso me parecía a mí. [...] Con el hielo flotante
se me escapaba también la jovencita, y en el preciso momento en que ya
estaba a punto de enamorarme de ella. Después de una larga vacilación,
me reveló su nombre. Confesó que vivía en el barrio de Hradcany, pero no
me dijo dónde. Manifestó de paso que estudiaba en el instituto, pero no
me dijo cuál. Me permitió acompañarla al barrio de Klarov. Allí se
subió a un tranvía, me sonrió dulcemente, y no la vi hasta al cabo de
unos días, cuando la descubrí, feliz, entre la muchedumbre de gente que
patinaba en el hielo. Tenía miedo de su estricta madre, que la cuidaba
como oro en paño y que seguramente le tenía prohibido patinar, y le
asustó la idea irreflexiva de esperarla delante de su casa. [...] Es
verdad que lo de patinar no era mi fuerte, pero en cambio sabía hablar
bien. Y por eso no dudaba que lograría convencer a la chica. Como ya he
revelado la primavera se me anticipó.
La muchacha se marchó
flotando con las aguas primaverales. ¡Lástima! Así que sólo me quedaron
los recuerdos de cómo me arrodillaba a sus pies y le abrochaba
torpemente las botas altas, lamentando que las botas de patinar no
fueran más altas todavía.
Tuve la suerte de, puesto de rodillas,
entrever bajo su falda plisada, allí donde acababa la media, un pequeño
círculo de su desnudez que involuntariamente dejaba descubierta la orla
de su media, un poco arrugada. Aquél era el único premio por mis
servicios y por las bellas palabras que susurraba entre aquellos dos
moñitos.
Cuando al atardecer ya había llevado a la chica al banco,
se me aparecía en la oscuridad el círculo luminoso que en el cielo del
cuerpo de la muchacha me hacía pensar en la luna creciente."
Toda la belleza del mundo - Jaroslav Seifert
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