lunes, 6 de octubre de 2014

acerca de los libros

"La biblioteca se abría tres veces por semana por la noche, después de las horas de trabajo, y el jueves durante toda la mañana. Una maestra joven, de físico más bien ingrato, que dedicaba gratuitamente unas horas de su tiempo a la biblioteca, sentada detrás de una mesa bastante ancha de madera sin pintar, se ocupaba del préstamo de los libros. La habitación era cuadrada, las paredes enteramente cubiertas de anaqueles de madera desnuda y de libros encuadernados en tela negra. Había también una mesita con unas sillas para los que querían consultar rápidamente un diccionario, pues la biblioteca era sólo de préstamo, y un fichero alfabético que ni Jacques ni Pierre usaban nunca, pues su método consistía en pasearse delante de los anaqueles, elegir un libro por el título, y menos frecuentemente por su autor, anotar el número e inscribirlo en la ficha azul en la que se lo solicitaba. Para tener derecho al préstamo, bastaba con llevar un recibo de alquiler y pagar un derecho mínimo. La biblioteca contenía sobre todo novelas, pero muchas estaban prohibidas para los menores de quince años y ordenadas aparte. Y el método puramente intuitivo de los dos niños no constituía una verdadera elección entre los libros permitidos. Pero el azar no es lo peor para las cosas de la cultura y, devorando todo mezclado, los dos glotones engullían lo bueno al mismo tiempo que lo malo, sin preocuparse de retener nada, y en efecto, sin retener casi nado salvo una extraña y poderosa emoción que, a través de las semanas, los meses y los años, engendraba y hacía crecer en ellos todo un universo de imágenes y de recuerdos irreductibles a la realidad de todos los días, pero sin duda no menos presentes para estos niños ardorosos que vivían sus sueños con la misma violencia que sus vidas.
Lo que contuvieran los libros, en el fondo poco importaba. Lo que importaba era lo que sentían ante todo al entrar a la biblioteca, donde no veían las paredes de libros negros sino un espacio y unos horizontes múltiples que, no bien pasada la puerta, los arrancaban de la vida estrecha del barrio. Después venía el momento en que, provistos de los dos volúmenes a los que cada uno tenía derecho, los apretaban con el codo contra el costado, se deslizaban en el bulevar oscuro a esa hora, aplastando con los pies las bayas de los grandes plátanos y calculando las delicias que podían extraer de sus libros, comparándolos con los de la semana precedente, hasta que, al llegar a la calle principal empezaban a abrirlos bajo la luz incierta del primer reverbero para sacar alguna frase (por ej."era de un vigor poco común") que los fortaleciera en su alegre y ávida esperanza. Se separaban rápidamente y corrían hasta el comedor para abrir el libro sobre el hule, bajo la luz de la lámpara de petróleo. Un fuerte olor de cola subía de la grosera encuadernación que raspaba los dedos.
La forma en que el libro estaba impreso informaba ya al lector del placer que le proporcionaría A P. y a J. no les gustaba la composición ancha, con grandes márgenes, en que se complacen los autores y los lectores refinados, sino las páginas llenas de caracteres pequeños, alineados en renglones poco separados, llenas hasta el borde de palabras y de frases, como esos enormes platos rústicos donde pueden comer varios a la vez y durante largo rato sin agotarlos jamás, y que son los únicos capaces de calmar ciertos apetitos enormes. De nada les serviría el refinamiento, no conocían nada y querían saberlo todo. Poco importaba que el libro estuviera mal escrito y groseramente compuesto, con tal de que la escritura fuera clara y llena de vida violenta; esos libros y sólo ésos les daban el alimento de sueños que les permitirían dormir después profundamente.
Cada libro, además tenía un olor particular según el papel en que estaba impreso, olor fini, secreto en cada caso, pero tan singular que J. hubiera podido distinguir a ediciones corrientes que publicaba entonces Fasquelle. Y cada uno de esos olores, aun antes de que empezara la lectura arrebataba a Jacques a otro universo lleno de promesas ya [cumplidas] que empezaba a oscurecer la habitación donde se encontraba, a suprimir el barrio mismo y sus ruidos, la ciudad y el mundo entero, que desaparecían totalmente no bien empezaba la lectura con una avidez loca, exaltada, que terminaba por sumergirlo en una embriaguez total de la que no conseguían sacarlo ni siquiera las órdenes repetidas"

El primer hombre .- Albert Camus


No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.