jueves, 6 de febrero de 2014

máscaras visibles y no tanto


"-Ahí hay alguien- dijo en francés la máscara, deteniéndose. En efecto, el palco estaba ocupado. En el sofá de terciopelo, muy pegados uno a otro, había un oficial de ulanos y una joven muy bonita de pelo rubio rizado, en dominó, que se había quitado el antifaz. Al ver a Nicolás furioso, estirado hasta su máxima estatura, la rubia se puso apresuradamente el antifaz, en tanto que el oficial de ulanos, petrificado de espanto, miraba a Nicolás con ojos aturdidos sin levantarse del sofá.
Aun acostumbrado como estaba Nicolás al terror que inspiraba en la gente, ese terror le era siempre agradable, y a veces le divertía desconcertar a las personas dominadas por el terror pronunciando como contraste algunas palabras amables. Así ocurrió en esta ocasión.
-Bueno, hermano, tú eres más joven que yo - dijo al oficial, que estaba alelado de espanto-. Ahora puedes dejarme el sitio.
El oficial se levantó de un salto y, palideciendo y sonrojándose alternativamente, salió encogido del palco a la zaga de su máscara. Nicolás quedó solo con su bella acompañante.
La máscara resultó ser una bonita e inocente muchacha de veinte años, hija de una institutriz sueca. Contó a Nicolás que ya desde su infancia se había enamorado de él por sus retratos; que le adoraba y había decidido captar su atención a toda costa. Y he aquí que lo había conseguido. Y, según dijo, no deseaba otra cosa en este mundo. Nicolás hizo que la llevaran al lugar habitual de sus citas amorosas y pasó más de una hora con ella.
Cuando esa noche regresó a su habitación, se acostó en la cama angosta y dura de que tanto se preciaba y se cubrió con la manta escocesa que consideraba (y así lo decía) tan famosa como el sombrero de Napoleón, pero no pudo dormirse por un largo rato. O bien recordaba el rostro blanco de la muchacha, asustado al par que extasiado, o bien los hombros rozagantes y potentes de Nelidova, su favorita a la sazón, y comparaba la una con la otra. No se le ocurría que estaba mal en un hombre casado entregarse al libertinaje; y se hubiese asombrado de que alguien juzgase reprobable su conducta. Pero no obstante estar seguro de haber obrado como era debido, le quedaba un resabio desagradable, y para sofocarlo se puso a pensar en lo que siempre era remedio eficaz en tales casos: en lo gran hombre que era.
A despecho de haberse dormido tarde, se levantó como de costumbre a las ocho, hizo sus abluciones habituales, se frotó con hielo el enorme y bien cebado cuerpo, se encomendó a Dios sin atribuir sentido alguno a las oraciones que desde su infancia había recitado (la Salve, el Credo, y el Padre Nuestro)y, por un corto pasillo, salió al muelle en gorra  y abrigo."

Hadyi Murad - León Tolstoi


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