"Descolgué de mi hombro la bolsa de cuero y la apoyé blandamente sobre una tabla. Con sumo cuidado deshice los nudos que la cerraban y tiré de los lados hasta dejar al descubierto un hermosísimo ícono ruso del siglo XVIII. Mis manos, que lo habían sujetado y manipulado con fría precisión mientras lo descolgaba del iconostasio de la pequeña iglesia ortodoxa de San Demetrio, lo acariciaron ahora con mimo y ternura como si fuera un delicado gatito recién nacido. Una Virgen y un Niño de rostros estilizados y hieráticos me contemplaron en silencio desde la distancia de sus más de doscientos años de vida. El monje que los había pintado lo había hecho respondiendo a uno de los procedimientos que habían permanecido inalterados a lo largo de los siglos: pintar un ícono no era, ni mucho menos, lo mismo que pintar un cuadro religioso al estilo Zurbarán o Murillo; para un monje ortodoxo, pintar un ícono representaba un momento sagrado de su vida que empezaba con la oración y el ayuno previos a la preparación de las colas y pigmentos. Por tradición, todos los colores tenían una significación estricta: el azul representaba la trascendencia, el amarillo y el oro la gloria, y el blanco majestad. Antes de emplear el blanco, por ejemplo, el monje debía pasar largas horas de rezos y penitencias, igual que antes de empezar a pintar los rostros, las manos y los pies, que eran las zonas más importantes de un ícono, las no cubiertas por vestiduras y que hacían que la imagen fuese realmente sagrada. De hecho, a partir del siglo IX ( y la imagen que yo tenía delante no era una excepción) , se extendió masivamente en Rusia la costumbre de cubrir con revestimiento de oro o plata, llamado Rizza, la totalidad de la obra a excepción de esas partes del cuerpo, que debían quedar al aire."
El salón de ámbar - Matilde Asensi
El salón de ámbar - Matilde Asensi
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