El reloj había costado unos doscientos dólares, en la Hungría de 1973. Se lo había regalado yo a mi madre: un relojito de porcelana, de un diseño floral que a ella le gustaba mucho, que compré en un anticuario de Budapest, cuando iba de regreso a casa, en primavera, tras haber estado en Praga visitando a unos amigos. Pero lo acepté sin decir nada. Poco a poco, fui recogiéndolo todo, sin que dejara de sorprenderme, en cada ocasión, la poca relevancia que para él tenía el valor sentimental -y material también - de unas cosas que le habían entregado las personas a quienes él más quería, como muestra de su afecto. Resultaba extraño, me decía yo, descubrir esta laguna concreta en un hombre para quien, al mismo tiempo, las obligaciones familiares constituían una tiranía emocional; o quizá no hubiera de qué extrañarse ¿cómo podían esos objetos, meras representaciones, llevar dentro, para él, la todopoderosa fuerza de los vínculos familiares? Cosa por cosa, lo fui recogiendo todo, como un encargado de departamento de devoluciones de unos grandes almacenes de primera clase a quien han dado instrucciones de no rechistar, pero preguntándome si lo que él pensaba, en realidad, mientras envolvía los regalos en periódicos viejos y los metía en cajas de todo tipo, era que así no tendríamos tantas posesiones suyas de que ocuparnos después del entierro. Mi padre podía ser despiadadamente realista, pero yo también podía serlo, en no poca medida, porque no en balde era su hijo."
Patrimonio: una historia verdadera - Philip Roth
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